Hace rato quería decir algo ante esa avalancha de gente fotógrafa que se multiplica dia a dia. Gente que armada con su móvil, con su cámara interrumpen e irrumpen en cualquier acto y sin importarles nada empiezan a disparar sus gadgets. Gente que ante cualquier llamado de atención esgrime aquello que si hay alguna ley que lo prohíba y que ellos están en su pleno derecho.
Y como dice el señor Humberto Eco en este articulo, gente que nunca mas vera las fotos, que ni recordara el evento hasta el próximo dándole validez una vez a esa máxima que ha hecho carrera: Marica pa que buscarlo si eso está en internet, solo haz clic y ya (aquí ellos reemplazan internet por su PC o portátil o tableta o pendrive y ya)
Síndrome del ojo electrónico Por: Umberto Eco. Hace algún tiempo estaba dando una conferencia en la Academia Española en Roma —o, más bien, tratando de darla—. Me distraje por una luz intensa que brillaba en mis ojos y me hacía difícil leer mis notas: era la luz de la cámara de video del teléfono celular de una mujer en el público. Reaccioné en una forma muy resentida, comentando (como usualmente lo hago ante fotógrafos impertinentes) que de acuerdo con la adecuada división del trabajo, cuando yo estoy trabajando ellos debían dejar de trabajar. La mujer apagó su cámara, pero con un aire oprimido, como si yo la hubiera sometido a una verdadera afrenta.
Apenas este verano en San Leo, cuando la ciudad italiana estaba lanzando una iniciativa en honor del paisaje de la zona de Montefeltro que aparece en las primeras pinturas renacentistas de Piero della Francesca, tres personas me estaban cegando con los destellos de sus cámaras y me detuve para recordarles las reglas del comportamiento adecuado. Debe tomarse en cuenta que, en estas dos ocasiones, la gente que estaba grabando no pertenecía a equipos profesionales de fotógrafos y no habían sido enviados a cubrir el evento; eran sólo personas supuestamente educadas que habían acudido por voluntad propia como público a lecturas que requerían cierto grado de conocimiento. No obstante, mostraban todos los síntomas del “síndrome del ojo electrónico”. Al parecer, prácticamente no tenían el mínimo interés en lo que se estaba diciendo; todo lo que deseaban, aparentemente, era grabar la ocasión y, quizá, subirla a Youtube. Habían renunciado a prestar atención al momento y optado por grabar con sus teléfonos celulares en lugar de observar con sus propios ojos.
Este deseo de estar presente con un ojo mecánico en lugar de con un cerebro parece haber alterado mentalmente a un número significativo de gente que normalmente es educada. Los miembros del público que estaban tomando fotografías y filmando videos en Roma y San Leo probablemente salieron de allí con algunas imágenes, pero sin tener idea de lo que habían visto. (Tal comportamiento está quizá justificado cuando se ve a una nudista, pero no en una conferencia académica). Y si, como imagino, estos individuos van por la vida fotografiando todo lo que ven, están condenados a olvidar hoy lo que grabaron ayer.
En varias ocasiones he hablado acerca de cómo dejé de tomar fotografías en 1960, después de una gira para conocer catedrales francesas que yo había fotografiado como un demente. Al regresar a casa del viaje me encontré en posesión de una serie de fotografías muy mediocres, y ninguna memoria real de lo que había visto. Arroje la cámara y durante mis viajes posteriores sólo he grabado en mi mente lo visto. He comprado excelentes tarjetas postales, más que para mí, para otros, para recuerdos futuros.
Una vez, cuando tenía 11 años, me topé con una conmoción inusual en una avenida importante. Desde la distancia vi las secuelas de un accidente. Un camión había golpeado a un carromato que un granjero manejaba, acompañado por su esposa. La mujer había sido arrojada al suelo. Su cabeza se había roto y ella yacía en un charco de sangre y materia cerebral. (Todavía recuerdo con horror que, en ese momento, a mí me parecía como si un pastel de crema y fresas se hubiera estrellado en el asfalto). El esposo de la mujer le sostenía la cabeza, llorando desesperadamente. No me acerqué mucho, porque estaba aterrado. No sólo era la primera vez que veía un cerebro desparramado en el suelo (y afortunadamente fue la última), sino que era también la primera vez que estaba en presencia de la muerte. Y la angustia y la desesperación.
¿Qué habría pasado si yo hubiera tenido un teléfono celular equipado con una cámara de video, como las que tienen todos los chicos hoy en día? Quizá hubiera grabado la escena para mostrarle a mis amigos que había estado allí. Y quizá hubiera subido mi tesoro visual a Youtube, para deleitar a otros devotos del Schadenfreude. Después de eso, ¿quién sabe? Si hubiera continuado grabando tales desgracias, me habría hecho totalmente indiferente al sufrimiento de otros.
En lugar de eso, conservé todo en mi memoria. Setenta años después, la imagen mental de esa mujer me sigue rondando y, de hecho, me ha enseñado a identificarme con el sufrimiento de otros en lugar de ser indiferente a él. No sé si los jóvenes actuales tendrán las mismas oportunidades que yo de madurar al llegar a la edad adulta. Para no hablar de todos los adultos que, con los ojos pegados a sus teléfonos celulares, ya se han perdido para siempre. * Novelista y semiólogo italiano.
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