Esta columna publicada en el periódico El Heraldo demuestra una vez mas que las marimondas no son como las pintan. Un punto de vista muy personal de José Amar acerca de esa ciudad, nuestra ciudad que se arma y desarma según nuestros humores pero a veces por los caprichos de los políticos de turno.
La salida hacia Santa Marta o el ingreso a Barranquilla por el puente sobre el río Magdalena nos ofrece uno de los peores retratos de la ciudad: decenas de camiones haciendo todo tipo de maniobras que alteran el libre tránsito; buses estacionados, a veces en medio de la carretera, recogiendo pasajeros en forma clandestina, ante la vista de policías que hacen rigurosos retenes a vehículos particulares; jóvenes con mirada de pocos amigos que limpian los vidrios de los autos en cada semáforo, y en frente, cientos de bolsas llenas de basura y un montón de escombros de una obra que avanza lentamente, pero que tiene un pomposo letrero: “Una entrada digna para Barranquilla”.
La ciudad no es solo un espacio con calles y edificios. Es ante todo una forma de vida. En otras palabras, Barranquilla es un conjunto de costumbres, tradiciones, sentimientos y ámbitos que permiten a sus habitantes construir una identidad. La ciudad no es solamente lo físico: ella refleja ciertamente la manera de ser del propio habitante, y su relación con el espacio y con las personas.
Por eso la realidad de una ciudad es heterogénea y cambiante: aunque compartimos el mismo lugar, llevamos vidas muy diversas. Algunos se movilizan en carros de mula, mototaxis o bicitaxis, otros lo hacen en buses y taxis, mientras otros pocos lo hacen en automóviles. Compartiendo así el mismo espacio, las formas de vida son muy diversas, hasta el punto que podríamos preguntarnos: ¿En cuál Barranquilla vives tú?
Como todas las grandes ciudades del país, en los últimos treinta años Barranquilla ha cambiado sus sensibilidades, la manera de estar y sentirnos juntos; se han fragmentado los vínculos comunitarios; se ha debilitado la identidad local. Aparte del Carnaval, el Junior y dos o tres cosas más, el aspecto humano de la ciudad es segregado e incoherente. Hay lugares, como la salida a Santa Marta o la vía hacia el aeropuerto, que dejan la sensación de que vivimos en la más absoluta indiferencia. Cada persona hace lo suyo. En síntesis, en Barranquilla no hay un estilo de vida, sino más bien —como dice Barbero— “muchos modos de vida sin estilo”.
En la mayor parte del mundo, el crecimiento de las ciudades obedece a procesos de modernización industrial, política o cultural. El ensanche de las ciudades de Colombia tiene como principio común la violencia que generó la huida masiva de la gente del campo a la ciudad, no solo por seguridad, sino también en busca de oportunidades que su entorno no les dio, construyendo amplios cinturones de miseria, transformando la sociabilidad, y creando gigantescas y masivas necesidades que el erario público no tiene cómo satisfacer.
Hay tiempo todavía para evaluar la gestión del alcalde Alejandro Char. Pero es evidente que hubo una excelente gestión en infraestructura, se reconstruyó la confianza en los gobernantes locales, y se sembró un optimismo sobre el futuro de la ciudad. El nuevo alcalde no solo podrá dar continuidad en esta senda.
También debería reconstruir el alma de la ciudad, donde todos estén incluidos. Para que los que nacen en Barranquilla y los que llegamos a vivir en ella nos sintamos miembros de la misma ciudad. Por José Amar
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