Hoy recordé al viejo Efra, mi abuelo. Hoy cuando mis sueños caducaron por vencimientos de términos.
Alto, enjuto, vestido con pantalones holgados de dril color caqui y camisas patinadas de sudor y polvos. Ese era mi abuelo. Cuando niños nos levantábamos y corríamos al comedor que estaba a un costado del patio a desayunar. En una olla, el café con leche, a su lado el cucharón y el colador metálico de extraño diseño y que nunca nadie supo como llego a la casa de paja, nuestra casa. En el centro de la mesa estaba la bandeja con la pila de panes de sal. Panes pequeños, alargados, de miga tostada y suave; panes, que si no sabias tratarlos te estallaban en la mano. Él los abría y les aplicaba una capa de mantequilla. Después no sabíamos más de él hasta la otra mañana.
Al crecer, en compañía de mi abuela íbamos a visitarlo. Caminábamos barrios extraños, barrios de ricos. Convivíamos a ratos en caserones solos, con vestigios de buenas épocas. El abuelo trabajaba como celador de una empresa de bienes raíces. Con mi hermano, organizaba excursiones por todos los rincones y llegábamos llenos de trofeos a nuestra casa. Extraña costumbre heredada de nuestra abuela que en visitas a casa de patrones nos traía lo que desechaban y algunas otras cosas.
Al llegar Navidad, nuestra casa no se llenaba de festones, de musgos, ni de villancicos, tampoco pensábamos en regalos del niño Dios; desde que teníamos lo que llaman uso de razón veíamos como el comedor se invadía de conos de cartón, de esos en que venían entacados los hilos. Mi papá los acumulaba en un rincón de la Hilandería donde trabajaba y al llegar diciembre se los traía. El cortaba las hojas de los periódicos en octavos y con engrudo y una varilla de media hacia unas cañas que ponía a secar al sol.
A la vuelta de la casa había un taller de fotomecánica. En una de esas tardes, mientras las cañas se secaban, iba allá y volvía cargado de negativos que cortaba en tiras de medio centímetro de ancho y dos de largo.
Cuatro días antes de Nochebuena nos llevaban a la feria del juguete en la plaza de San Nicolás y nos instalaban en puestecitos robados al favor. A vender pitos de Nochebuena, en eso se convertía el engrudo, el cono, los papeles brillantes, el negativo y el soplar todo el día, en pitos de Navidad. Ahí empezó a morir esa inocencia que trata de mantener viva la publicidad. Soldaditos, cananas, cartucheras, balones, carros de lata y carretas se desprendieron de una vez de su antifaz de premio al pórtate bien y enseñaron los dientes de la cruda realidad, de esa realidad que no podía regalar bicicletas, carros de batería, pistolas de fulminantes o más de dos regalos de la extensa lista que siempre le escribíamos al niño Dios.
A veces, en rabias y enojos de abuelos, supe porque no lo veía a menudo. En sus tiempos libres, que con el tiempo era todo su tiempo, jugaba dados con otros como él o más vivos; perdía lo poco que ganaba igual que cuando jugaba ruleta. En las noches, llegaba y salía al mismo tiempo armado de un rústico banjo que rasgaba en noches de serenatas. En la mañana siguiente después de abrir los panes de sal y preparar el café intentaba recuperarse del trasnocho recostado en una mariapalito que acomodaba en el fondo más sombrío del patio.
Cuando enfermó, me dolía verlo vencido, con su vientre hinchado. A veces, cuando me sentía abría un ojo y me miraba triste, lloroso. Yo le tomaba la mano y sabía que así serian mis manos, de hacedor de ilusiones, de apostador a realidades.
3 Comentarios:
ay! puchale, que post nostálgico....
y todavía sabe usted hacer esos pitos?
me haría unos por favor?
hola hay que lindo escrito, me llenaste de recuerdo al leerte, recorde tanto mi viejito roble. besooooosssssssssss y siga escribiendo que lo hace super bien.
Hermano, me conmovió profundamente su homenaje a su extinto abuelo..., y nos recuerda en lo más profundo a aquellos seres que marcaron nuestra existencia, pero que ya no se encuentran terrenalmente. Gracias por traer a la memoria imágenes que vienen y dejan esa saudade, que a veces, nunca se va.
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