Esta columna retrata ese empute que llevamos todos los quilleros, los nacidos y los que llegaron de otros lares, por el comportamiento de los otros.
Por Diego Marín ContrerasTOMADO DE|El Heraldo
Basura y desperdicios, aun en los lugares más insólitos, como las inmediaciones de los árboles, criaturas indefensas que ratifican la sospecha aborrecible de que hay una especie de barranquillero, que crece y se multiplica como la verdolaga, para quien el otro no existe, y la naturaleza mucho menos. Basura y desperdicios, las huellas de un ser que consume y consume y consume, que se empeña a sí mismo con tal de seguir consumiéndolo todo: comida, bebida, mujeres, estridencia, vulgaridad, ansiedades, frustraciones, más, más, más, quiero más, con tal de no pensar, de no sentir, de no estar ni ser, con una voracidad insaciable, acaso prehistórica, y digo acaso porque el hombre de la prehistoria debía ser mucho más culto, de gustos mucho más sofisticados, como pintar perfectos bisontes al fondo de la caverna.
Basura y desperdicios, que ratifican la sospecha aborrecible de que para el barranquillero de la verdolaga él mismo no existe, es una cosa amorfa, sin identidad, que sobrevive por fuera de la historia, en un borderline donde ya sólo habitan los parias de la modernidad. Ignorante de cualquier forma de responsabilidad social, ajeno por completo a la menor idea de lo que es una ciudad verdadera. Un ser que arrasa inmisericorde con todo lo que se atraviesa a su paso, un verdadero y vulgarísimo depredador –ambiental, urbano, moral, sexual, ad nauseam–, el más peligroso de todos los depredadores, el que se depreda a sí mismo y a todo lo que tenga la vibración de la vida. Ese depredador ya no es un bacán, si alguna vez lo fue, y hoy carece totalmente de encanto. Es una boleta o, más bien, miles y miles y miles de boletas que vuelan por los aires de esta ciudad ‘boleteada’.
Basura y desperdicios, en eso se convirtieron las quincenas, los sueldos, los saldos, las íntimas carencias, los vacíos, los odios, las frustraciones, la resignación, la nada, el no ser: basura y desperdicios, en eso se convierte la vida. Y es allí, en la mitad de la nada, donde el Transmetro amaneció el Miércoles de Ceniza, al pie del estadio Romelio Martínez, circundado por al olor apestoso de los orines y los vómitos de ebrios impenitentes; el Transmetro, que ya se oxida antes de ser inaugurado, que ya anuncia, presagia, pregona a los cuatro vientos, con ese montón de hierro absurdo en un medio salitroso, su inexorable proceso de deterioro, su decadencia de chatarra apabullante, tan oprobioso como el Cristo que amenaza a los fieles, y a los infieles, desde las alturas de la Catedral; el Transmetro, cuya presuntuosa arquitectura Made in USA contrasta con el entorno, con el bochorno de los alaridos insomnes de los conjuntos vallenatos, con las peleas a grito pelao’ de ciertas damas que funden la noche con el amanecer, con las cuchilladas de dos seres que parecen salidos del infierno de Dante, arquitectura presumida que contrasta con la basura y los desperdicios, “porque polvo eres y en polvo de convertirás”.
Desde arriba, como si tal cosa, muertos de la risa, con poses como de modelo de revista italiana, qué te digo, muy fashion, los habitantes de las vallas perpetúan el reino de la nada. Y una cruz de ceniza no basta, no, no basta, para limpiar tanta basura, tanto desperdicio.
1 Comentarios:
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