Vía mail recibí este articulo que comparto con ustedes; retrata un momento vivido en la ciudad y que es narrado de manera muy particular por su autor Fernando Araújo Vélez
Silbaban bajito y cantaban en voz alta las últimas tonadas de Daniel Santos, “vengo a decirle adiós a los muchachos, porque pronto me voy para la guerra…”. Caminaban bamboleándose de un lado para otro, como si llevaran una canción de Dámaso Pérez Prado metida entre los huesos. Eran morenos en su mayoría. Gente caribe. Flacos, altos, vestidos de colores fuertes y cuadros gigantescos, pantalones estrechos, zapatos de tacón alto, preferiblemente con hebilla. Idolatraban a Robert Mitchum, pues sabían que Mitchum, uno de los actores más importantes de aquellos tiempos, un westactor, había sido detenido en Estados Unidos por fumar marihuana. Iban peluqueados a ras, al modo de los “yunrá”, como los definía un juez en la Barranquilla del año de 1953. “Yunrá, sí, que viene de la frase en inglés you are right”. Soñaban con viajar a La Habana y entreverarse con los intelectuales cubanos y hablaban con swing, golpeándose las manos. Decían jermu en vez de mujer, nabue en lugar de buena, llamaban colino al que se iniciaba en la marihuana y bonche a la hermandad de los marihuaneros.
Eran eso, la hermandad de los marihuaneros. En sus palabras, el bonche que bailaba alrededor de una chicharra para terminar sus juergas afinándose con un rubio americano. En términos del juez, un grupo de desocupados que se reunía a fumar marihuana con sus funestas consecuencias. “Por lo general, el marihuanero va a la Plaza del Cementerio Universal y se come dos o tres platos de mondongo. Da alucinaciones, produce estadios de grandeza y desdoblamiento de la personalidad. Pero el marihuanero no es sujeto que se cree Napoleón o Bolívar. Esos no son sus héroes, sino Joe Louis, Jorge Negrete, Tarzán o Supermán. Se ha dado el caso de que un ‘engrifado’ se le arroje a un automóvil, creyéndose Supermán, y con fuerza suficiente para levantarlo en vilo, como aparece en las tiras cómicas. Otro, en Cartagena, en la época de la “suba” de los tiburones, se lanzó a luchar, cuchillo en mano, contra uno de éstos y la tintorera que lo acompañaba, y desde luego pereció en la contienda”.
La cofradía de la marihuana, expendedores y fumadores, fue perseguida con ahínco en los primeros años 50. Incluso, en Barranquilla, según reportes de la época, el gobierno creó un juzgado especial para investigarla, combatirla y juzgarla. Barranquilla, decía Antolín Díaz, uno de los cronistas de la época, era “considerada el centro matriz donde actúan los grandes maestros del terrible vicio”, un vicio que, según las pesquisas del juez competente, procedía de la región de Valledupar, en el entonces departamento del Magdalena. “De Valledupar —explicaba el juez—, la marihuana es traída a Barranquilla en calidad de contrabando por intermedio de las lanchas que cubren el trayecto entre Ciénaga y la capital del Atlántico”. Llegaba en baúles de doble fondo, en las llantas de las bicicletas y los automóviles, o como “encomiendas” transportadas por ingenuos pasajeros, y se distribuía en El Boliche, la Zona Negra y el Barrio Chino, en callejuelas y plazas oscuras que, indefectiblemente, terminaban cada madrugada como escenarios de brutales combates.
Uno de los episodios más trágicos de la historia de Barranquilla, ocurrido en los años 20, había sido ocasionado por dos marihuaneros, recordaban las autoridades en el 54. “En ese caño (Larguero de Brito) —explicaba el juez de la estación de marihuana—, incendiose la lancha ‘Cecilia’ en las primeras horas de la madrugada y perecieron ahogadas 64 personas, entre niños y adultos. Esas escenas aún se recuerdan en Barranquilla”. Luego de encontradas versiones, y de más de 20 años, los investigadores determinaron la causa de la tragedia. Aquella sentencia, y el auge de la “cannabis indica” en la Costa Atlántica, llevaron a los legisladores a emitir el decreto 1851 de 1951, que asimilaba a quien cultivara marihuana, la expendiera, usara o indujera a otro a consumirla, con los “malvivientes”, un estado antisocial previsto en la Ley Lleras de aquellos años “sobre vagancia, ratería y malvivencia”, como lo explicaba en El Espectador Antolín Díaz. Dos años más tarde, el gobierno creó el juzgado especial contra la marihuana. Aquel fue el comienzo de una guerra que 60 años después aún no termina y que ha dejado cientos de miles de cadáveres.
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