Desde siempre el Carnaval ha sido un festejo de choque. De choque con lo establecido, con la naturaleza, con la realidad. Tanto es así que el choque entre danzas marco una época que mantuvo a las personas de buenas costumbres y sin ánimos de untarse de popularidad alejada de los festejos. ¿Quién se atrevía a ir a una Batalla de Flores o un Conquista - cuando se hacían – ante el temor de encontrarse en medio de un enfrentamiento de danzas?
Con el paso del tiempo este temor se acrecentó de tal manera que el Carnaval era solo para los atrevidos – sin entrar a cuestionar esto pues cada quien habla del paseo según le vaya - ¿Recuerdas esas tardes noches en pleno Paseo Bolívar con todo el vacile de las casetas de madera, de los disfraces, del entrompe?
Pero ante tan magno evento llegaron las soluciones y una de ellas fue la televisión. Primero, para la gran mayoría que se quedaba en casa se pasaban en directo los desfiles, eran la excusa perfecta para dejar a los viejos en la casa,
- Pa’que va a ir a eso. Prenda el televisor y lo ve aquí en la comodidad de la casa-.
Pero como los que se quedaban en la casa eran los que manejaban el billete, los que mantenían la casa; ellos eran la presa tras la que había que ir y la única manera de cazarla era brindándole las comodidades de la sala de su casa en la calle. De ahí a los palcos, las sillas, el orden, la comodidad, el nomeensucies solo había un paso.
Por eso cada vez que regreso de un desfile – que no carnaval pues el carnaval no es desfile – vengo con el ánimo por el suelo. Jarto de la señora que se molesta porque la espuma le dañó el blower, le ensucio el maquillaje, que la silla no está lo suficientemente adelante, que el nieto o el hijo no se pudo tomar la foto con cuanto disfraz pasó pues esos disfrazados maleducados le estaban cobrando para posar, que pata tin que pata tan.
Hoy por fin entendí que nos están dando un carnaval de televisión, para televisión, siguiendo un libreto hecho a la medida de sus intereses y ay del que se salga de una línea.
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