Nos hemos acostumbrado a ver las consecuencias de los problemas – sean estos de cualquier tipo - como el problema y no nos preocupamos por indagar que las origina.
Traigo esto a colación pues últimamente, ante la inseguridad que campea en todos los rincones, estamentos y estratos de la ciudad, los encargados de velar por la seguridad, por la vigilancia, sacan pecho porque ha disminuido la tasa de asesinatos. La comparan con la de los años anteriores y determinan que vamos bien, que han disminuidos en un tanto% lo que es relevante y da muestras de la operancia de las fuerzas del orden.
Pero el problema no es de cadáveres, pues siempre van a existir; el problema es de miedo, de temor. Temor ante el rugir de las motos a nuestra espalda, temor a contestar el móvil porque te lo rapan; a retirar tu dinero de un cajero o de un banco porque te fletean; a beber solo en tu casa para que no te emburundanguen; a levantar la voz ante la injusticia de cualquier tipo – reclamo, ante el alto costo de los servicios públicos, ante la falta de atención en los hospitales del distrito, ante la falta de aulas y pagos a profesores - porque te tildan de subversivo y no falta el 'para' que por ganarse pa’las frías del viernes le ponga precio a tu vida.
¿Cuántos siquiatras necesitaremos para sanar las heridas de nuestro imaginario y volvernos a creer que éramos un pueblo pacifico, que aquí no pasa nada mi vale?
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