Como algo premonitorio ya habíamos escrito en el post Catarsis donde pretendíamos aceptar esta ciudad que nos han trocado por otra como en el mundo de bizarro. El escritor Heriberto Fiorillo escribió también su catarsis donde cuestiona, como ya lo habíamos hecho, eso de VIVIDERO; nosotros lo definimos como TIERRA DE VIVOS, el de SOBREVIVIDERO.
Barranquilla, la Arenosa, la Puerta de Oro de Colombia, mi bella Curramba, es hoy, por encima de todo, a juicio de algunos líderes locales y publicistas contemporáneos: “el mejor vividero del mundo”. Se trata de una convicción metida en el pecho. Y así, desde allí, pretenden venderla a nacionales y extranjeros.
Yo me pregunto, con todo respeto, a qué clase de mafioso apelan estos imaginativos copy writers de la ciudad cuando proponen el mencionado eslogan. A qué tipo de maleante están invitando a gozar de las ventajas que ofrece Barranquilla, si la verdad es que la ciudad pareciera convenir en ese contexto, cuando se le mira como epicentro de ilegalidades.
¿Acaso no es nuestra capital —o lo que queda de ella— el mejor vividero del mundo para los gamonales que llevan décadas en la política y, gracias a su tradicional maquinaria de votantes cautivos, no necesitan hacer campaña electoral con el fin de ‘triunfar’ y mantenerse en el poder?
Vividero: lugar o hábitat pródigo en riquezas desde la perspectiva de quienes lo habitan, explotan o usufructúan.
¿No es Barranquilla el mejor ‘vividero’ del mundo para los inquietos que reparten a diestra y siniestra medallas y diplomas y, con esa mínima inversión en el ego del otro, más una foto generosa de los periódicos, ganan ‘imagen’ entre la gente?
¿No es el mejor ‘vividero’ para los vivos que ofrecen a la venta, como área residencial privilegiada, la zona más contaminada de la ciudad?
¿Para los ambiciosos que pagan la multa y, aunque el sector haya sido declarado patrimonio nacional, construyen edificios altísimos, arruinando el paisaje, la arquitectura y el modo de vida habitual, con su terrible impacto social?
¿Para el cura que se toma la calle y luego el parque de la esquina, despojando al barrio de esos espacios y ampliando así su parroquia?
¿Para los clonadores de tarjetas que desangran las cuentas de quienes creemos en el sistema financiero?
¿Para los atracadores que tienen calanchines en los mismos bancos y para los gansters que prestan en los mercados públicos al dulce y diario diez por ciento?
¿Para quienes pagan por borrar su nombre de las listas de la Dian? ¿Para los que se roban la luz de los postes y arman tienda de celulares, jugos o miscelánea en cada esquina? ¿Para los de estrato seis, que sobornan para alterar sus contadores del servicio público en lugar de pagar por lo que consumen?
¿Para los que se roban el agua y, oficina montada, lavan carros de todo tenor detrás del hotel del Prado o a las puertas del Centro Bíblico Internacional? ¿Para las pequeñas y poderosas mafias que se tomaron todas las calles del centro, incluyendo el Paseo Bolívar, la Plaza de San Nicolás y otros lugares emblemáticos de nuestra idiosincrasia?
¿Para los poderosos que abusan de su autoridad, salen de la cárcel rumbo a la iglesia y se promueven como mártires?
Barranquilla es, por estos días, una ciudad sin luz ni alcantarillado, acostumbrada a ahogar parte de su gente en las corrientes de arroyos sin clemencia y a ser mostrada como ‘nota curiosa’ de cada invierno en la televisión nacional e internacional. Son esas cosas —además de Shakira, el Junior, el Carnaval y La Cueva— las que nos ponen en el mapa.
Barranquilla, sí, claro, un ‘vividero incomparable’ donde el más significativo símbolo de autoridad local es aún el policía de tránsito de mentiras, que ‘trabaja’ disfrazado bajo la mirada cómplice de la otra Ley, en la zona industrial de una urbe sin dolientes, ideal para la impunidad. Pregúntele a él o a los cien mil ‘parqueadores’ públicos que administran, a su manera, cada espacio de estacionamiento en cada uno de los barrios, si es que no creen habitar el mejor —no vividero sino sobrevividero— del mundo.